viernes, 12 de agosto de 2011

Confesión #3

  ¿Sabes? Recuerdo cómo nos conocimos como si fuese ayer, ese encuentro fortuito hace un par de años, en uno de esos días en los que te levantas y sientes el peso del mundo sobre los hombros, ¿recuerdas también esos días, esos de los que te tengo hablado horas y horas? No sé si creo en el destino pero aquello es algo que hace que me balancee hacia el lado afirmativo.
  Recuerdo el cielo gris plomo y aquella maldita niebla que le daba un toque fantasmagórico a la calle, salir de casa con prisa y no darme cuenta de que necesitaba un paraguas hasta sentir las gotas cayendo, bufar y refunfuñar para mí misma en voz baja, maldiciéndome, mirar la hora en el reloj de pulsera y que, sin darme cuenta y con las agujas enfrente de mis ojos, se me escapase el tiempo para encontrar un sitio donde refugiarme del despiadado chaparrón.
  Y entonces tu voz, girarme y que tus ojos –a saber de qué color entre gris y verde- me hiciesen naufragar. Fue como una sentencia, pero adornada con una sonrisa, de esas que no olvidas, que cuando recuerdas a alguien, es en ella en lo que primero piensas. No dije nada, supongo que ya estaría perdida desde un primer momento, en cambio tú empezaste tu trabajo –puede que también supieses que esto era una juicio en el que estábamos los dos embaucados. Bromeaste y te ofreciste a acompañarme con tu paraguas.
-          Si te digo la verdad, lo hice porque me pareciste guapa, sólo pretendía ligar contigo – me confesaste mucho más tarde – pero luego me di cuenta de que eras distinta, no sé.
-          ¿Distinta?
-          Por tu forma de hablar. Y no me gusta liarme con chicas listas, ¿sabes? Sois mucho más difíciles.
  Pero me diste igualmente tu número de teléfono, “por si acaso volvía a quedarme sin paraguas”. Tengo que reconocer que se te da francamente bien eso de hacer de galán y, sobre todo, lo de sorprenderme, como cuando una semana después de todo eso alguien llamó a la puerta y cuando la abrí te encontré enfrente – de todas formas, el timbre ya me había confesado que no era cualquiera quien estaba al otro lado de la puerta.
  Entreabrí los labios y busqué algo apropiado que decir, al igual que tú. Se te escapó una sonrisa – de nuevo – y pestañeaste rápido:
-          Esto… ¿es aquí la casa de Martina?
-          Mmm... no – casi reí, me pareció gracioso que te hubieses equivocado de puerta -, es justo enfrente.
  Te giraste y caíste en la cuenta. Te diste con la palma en la frente y negaste suavemente. Reíste, azorado, me parecía que tenías algo de vergüenza pero que a la vez parecías encantado de haberte equivocado, como si lo hubieses hecho a posta.
-          Perdona, no me he dado cuenta.
-          No pasa nada.
-          Bueno, yo… será mejor que llame – te rascaste la cabeza y diste un par de pasos para timbrar en la puerta de enfrente.
-          No es por nada, pero creo que no están en casa, además, creo que Martina tiene clases por las tardes.
-          Imposible, hace un par de días su madre me dijo que me pasase a las cinco y media por aquí.
-          Supongo que se habrá olvidado de que ha comenzado el horario de invierno en el colegio. De todas formas, volverá en media hora, más o menos. Lo sé porque mi hermano va a la misma clase que ella.
  Miraste hacia los lados, tal vez esperando algo, tal vez a que yo tomase la iniciativa.
-          Si quieres puedes esperar en mi casa.
-          Te lo agradecería, afuera sigue lloviendo a cántaros – bajaste la mirada un momento y luego me la clavaste, sonreíste ante la idea de lo que ibas a decir a continuación -, como la semana pasada.

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